Kent y Nelken hubieron de medir su oratoria y sus argumentos con la tercera elegida, de evidente apellido español: Clara Campoamor, perteneciente al Partido Radical, republicana de centro. Paradójicamente, las de ascendencia extranjera, situadas más a la izquierda, hicieron todo lo posible en aquellas Cortes para que los hombres demoraran la concesión de voto a las mujeres; la de apellido autóctono, más a la derecha, no lo dudó un instante: no había argumento que sirviera para cometer la "atrocidad" de negar el voto, como escribió Manuel Azaña. Las Cortes siguieron la buena doctrina, la de Campoamor, y por mayoría relativa incorporaron a la Constitución el derecho de voto de la mujer.
Margarita Nelken y VictoriaKent partían del supuesto de que las mujeres, en España, vivían sometidas al hombre, genéricamente, y al confesor, más específicamente. Y en lugar de exigir el derecho de voto como banderín de enganche de una movilización que las emancipase de esas tutelas, creyeron mejor esperar a que fueran libres y adquirieran una formación adecuada. Repetían a su modo el dilema en que se vieron atrapados tantos intelectuales españoles tras las fallidas esperanzas depositadas en la revolución de 1868: en España no hay pueblo, se decían, y sin pueblo es imposible la libertad. Décadas después, se repetía como un eco: en España no hay mujeres; hagamos, pues, verdaderas mujeres antes de concederles el voto.
Éste es uno de los pasajes a los que, con buen motivo, concede mayor atención Miguel Ángel Villena en su acercamiento, amable y lleno de empatía, a la vida de Victoria Kent. El otro es su trabajo como directora general de Prisiones en los primeros gobiernos de la República: nuevas edificaciones, mejor comida, cuidado de la celda, permisos de salida, instalación de bibliotecas, sustitución de monjas por funcionarias, supresión de grilletes y cadenas, libertad de asistencia a actos religiosos. Pero nada de eso valdría si fallaba el factor humano. Y Kent tenía prisa en dar la vuelta en un año a un deterioro de siglos: reforma, pues, del cuerpo de prisiones, soltando lastre y educando a los nuevos funcionarios para reinsertar presos más que para torturarlos.
Fue aquí donde vino a tropezar su plan. No tanto en unos "poderes fácticos" -militares, curas y banqueros, sagrada trinidad de lo identificado con tal denominación, no pudieron montar en 1931 una oposición organizada a las reformas- como en el concreto cuerpo de prisiones, que temió una especie de despido colectivo.
Sin duda, el plan era impecable; pero no bastan planes impecables, sobre todo cuando son adelantados a su tiempo. No medir la resistencia de los materiales para emprender reformas es sembrar de obstáculos el camino. En la ocasión, fue su más cercano jefe político, Álvaro de Albornoz, quien tuvo que avenirse a prescindir de sus servicios al frente de las prisiones españolas cuando llevaba poco más de un año en el cargo.
Paradójico destino de estamujer extraordinaria: al tratarse del voto de la mujer, Victoria Kent quería ir despacio; pero cuando se trató de funcionarios de prisiones, quiso ir deprisa, a toda máquina. No logró bloquear el voto; tampoco completar su reforma, pero ninguno de estos dos reveses le hizo abdicar del combate: era mujer de fuertes convicciones y, como muestra Miguel Ángel Villena basándose en sus escritos, en lo que de ella se sabe y en lo que ha recogido de testimonios personales, siguió en primera línea, como había hecho desde su juventud, pionera tantas veces en tantas cosas, en la Residencia de Señoritas de Madrid, en la investigación y la práctica del Derecho Penal, en el Lyceum Club, en las Cortes. Lo volverá a estar, durante su largo exilio, en el desempeño de actividades profesionales, en su incansable dedicación a la causa de la libertad y de la República, en su oposición a la dictadura, en su vida con Louise Crane.
Víctiroa Kent, en primera línea
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